Calzas negras, toda de negro, línea de tachas vertical. Cola perfecta, los cordones de las topper detrás de las medias, atados por el talón. Flequillo recto, pelo largo. Negro. Lacio. Largo, negro, negro, recto. La cabeza vacila un poco, como si perdiera la señal y se borrara por medio segundo.
Eso. Teníamos el mismo tic nervioso.
Morocha, boca de eterno puchero, siempre a punto de besar. Sonrisa en los pómulos. Una queja en los labios. Ironía por donde quisieras encontrarla, sobre todo si tenés ganas.
Hasta de lejos parecía oler bien, toda en blanco y negro, como las uñas, las uñas a cuadros. La bufanda negra a manchas. Blancas. Como sudor de nieve. Como sonrisa perlada en el cuello.
Lo que no podía dejar de mirar era que teníamos el mismo tic nervioso.
La mirada oscura brillante, negra, ópalos con vida retroalimentada de ironía.
Y la sonrisa en los pómulos. Nada más que en los pómulos.
Calza negra repleta de tachas. Cola perfecta. Flequillo recto y labios carnosos que besan la existencia perlada de ironía.
Lo que no podía
Dejar de mirar
Era la forma
Breve
Seca
Obstinada en
Que sacudía el flequillo
Como si la cabeza se le
Desintonizara
Y me enamoré de su tic nervioso
Porque entendemos algo, al menos algo
Y me enamoré de mi tic nervioso
Que ella debía entender, aunque fuese lo único que entendía de mí.
Cosas que te pasan en el bondi.
Básicamente.
Elías Alejandro Fernández